Cuando era más joven siempre
sacaba buenas calificaciones, siempre me resultaba fácil comprender y
memorizar, pero encontraba un placer peculiar en las matemáticas, en el
álgebra, y en la química inorgánica cuando
aprendí a resolver una ecuación, a desplazar, a hacer equivalencias,
simplificar, transformar, agregar y
quitar para que la ecuación tuviera
balance. Era gratificante poder manipular el problema para que la ecuación, o la reacción química, tuviera solución, en un equilibrio en cada
extremo.
Años después empecé mi vida
laboral y con esto adiós al mundo abstracto, pensé que perdidos en la adultez
estaban los días de sentir ese orgullo por el balance.
Durante mi primer o segundo
empleo en una oficina poco estimulante y
un poco deprimente, donde todos mis compañeros tenían alrededor de 10 años más
que yo (exceptuando a mi jefe, que era casi de mi edad), un día como cualquier
otro, un anónimo y supongo que bastante neurótico o bastante aburrido compañero empezó a afilar lápices en el
sacapuntas eléctrico, nunca conocí el motivo pero le estaré agradecido siempre.
Creo que fueron cerca de 40 lápices o esa cantidad escuché desde mi cubículo,
pronto empezó a oler a… pues en realidad olía a lápices pero algunos compañeros
de la oficina empezaron a preguntar entre ellos por el olor, unos cuantos
dijeron que olía a fuego, que algo se estaba quemando, las preguntas y
comentarios pasaron pronto a ser afirmaciones con toda la seguridad y certeza,
para ellos algo se estaba quemando en la oficina, hicieron un escándalo. No había
ningún fuego.
Entonces Lysol salió de su
cubículo caminando enérgicamente, agitando los brazos y gritando -¡SOY LA ENCARGADA
DE EVACUACION! ¡INCENDIO, INCENDIO! ¡SOY LA ENCARGADA DE EVACUACIÓN!- se notaba
que disfrutaba ese papel. En realidad nunca supe su nombre pero Lysol era mi
compañera de trabajo que cargaba siempre una lata del desinfectante y
aromatizante y justo después de cada
almuerzo ella acudía al baño, se encerraba media hora y después rociaba todo el sanitario a profundidad y también
las oficinas abundantemente. En el poco
tiempo que duré en ese trabajo ya empezaba a asociar el olor al desinfectante
con una nausea y olerlo me provocaba una
asco visceral.
Así que ese día salí temprano del
trabajo, los últimos en salir de la oficina por la ridícula evacuación fuimos mi jefe inmediato y yo, era muy
temprano en el día y nadie había desayunado. Mi jefe me invitó a almorzar a la comida callejera que estaba justo en la
entrada del edificio de las oficinas, no pude negarme.
Mientras esperaba mi comida fumé
dos o tres cigarros, tratando de sacudirme una sensación de leve frustración,
de incomodidad. Lancé la colilla apagada al bote de basura lleno de servilletas
de papel grasientas y pasé a desayunar.
A los diez minutos vi salir corriendo hacia la entrada a la cocinera,
histérica, realmente histérica, gritando. El bote de basura se había incendiado,
toda la basura se quemada, se veían las flamas y el humo desde lejos. Y por fin
encontré tranquilidad, me sentí liberado, sonriente, satisfecho. Dos semanas después renuncie al trabajo.