martes, 18 de octubre de 2016

balance



Cuando era más joven siempre sacaba buenas calificaciones, siempre me resultaba fácil comprender y memorizar, pero encontraba un placer peculiar en las matemáticas, en el álgebra,  y en la química inorgánica cuando aprendí a  resolver una ecuación, a desplazar, a hacer equivalencias, simplificar, transformar, agregar  y quitar para que la ecuación tuviera  balance. Era gratificante poder manipular el problema para que  la ecuación, o la reacción química,  tuviera solución, en un equilibrio en cada extremo.
Años después empecé mi vida laboral y con esto adiós al mundo abstracto, pensé que perdidos en la adultez estaban los días de sentir ese orgullo por el balance.
Durante mi primer o segundo empleo  en una oficina poco estimulante y un poco deprimente, donde todos mis compañeros tenían alrededor de 10 años más que yo (exceptuando a mi jefe, que era casi de mi edad), un día como cualquier otro, un anónimo y supongo que bastante neurótico o bastante aburrido  compañero empezó a afilar lápices en el sacapuntas eléctrico, nunca conocí el motivo pero le estaré agradecido siempre. Creo que fueron cerca de 40 lápices o esa cantidad escuché desde mi cubículo, pronto empezó a oler a… pues en realidad olía a lápices pero algunos compañeros de la oficina empezaron a preguntar entre ellos por el olor, unos cuantos dijeron que olía a fuego, que algo se estaba quemando, las preguntas y comentarios pasaron pronto a ser afirmaciones con toda la seguridad y certeza, para ellos algo se estaba quemando en la oficina, hicieron un escándalo. No había ningún fuego.
Entonces Lysol salió de su cubículo caminando enérgicamente, agitando los brazos y gritando -¡SOY LA ENCARGADA DE EVACUACION! ¡INCENDIO, INCENDIO! ¡SOY LA ENCARGADA DE EVACUACIÓN!- se notaba que disfrutaba ese papel. En realidad nunca supe su nombre pero Lysol era mi compañera de trabajo que cargaba siempre una lata del desinfectante y aromatizante  y justo después de cada almuerzo ella acudía al baño, se encerraba media hora y después  rociaba todo el sanitario a profundidad y también las oficinas  abundantemente. En el poco tiempo que duré en ese trabajo ya empezaba a asociar el olor al desinfectante con una nausea  y olerlo me provocaba una asco visceral.
Así que ese día salí temprano del trabajo, los últimos en salir de la oficina por la  ridícula evacuación  fuimos mi jefe inmediato y yo, era muy temprano en el día y nadie había desayunado. Mi jefe me invitó a almorzar  a la comida callejera que estaba justo en la entrada del edificio de las oficinas, no pude negarme.
Mientras esperaba mi comida fumé dos o tres cigarros, tratando de sacudirme una sensación de leve frustración, de incomodidad. Lancé la colilla apagada al bote de basura lleno de servilletas de papel grasientas y pasé a desayunar.  A los diez minutos vi salir corriendo hacia la entrada a la cocinera, histérica, realmente histérica, gritando. El bote de basura se había incendiado, toda la basura se quemada, se veían las flamas y el humo desde lejos. Y por fin encontré tranquilidad, me sentí liberado, sonriente, satisfecho.  Dos semanas  después renuncie al trabajo.